07 julio 2007

Vida y muerte en el Yemen



En la foto estoy exactamente en ese lugar: junto a la tapia de hormigón que marca el recinto del Templo de la Luna y del palacio de Balkis, la mítica reina de Saba que enamoró a Salomón. Del conjunto, que está en las afueras de la ciudad de Marib y que debió de ser impresionante, sólo quedan en pie cinco pilares y un montón de piedras a las que los arqueólogos van quitando el polvo, una por una y año tras año. El kandingo, en esa foto, lleva en la cabeza la famosa mashada, el pañuelo blanquinegro o blanquirrojo que todo el mundo usa en el Yemen y que los palestinos llaman kuffiya. Ahí mismo, exactamente en ese lugar en el que el Kandingo luce ese desternillante aspecto de guiri disfrazado de árabe, un coche bomba mató el otro día a siete turistas españoles. El Kandingo se quedó helado.

El Yemen es el país musulman más hermoso que el kandingo ha visto en su vida. Eso sí, la gente está un poco p’allá, dicho sea sin ánimo de generalizar y con un sentido no exactamente peyorativo. Allí, en cuanto un mocito llega a la edad en que empiezan a salirle pelusas sobre el labio superior, le regalan la yambía: un cinturón del que cuelga un puñal de hoja curva y mango de asta. No se lo quitará en su vida nada más que para dormir. Es la “seña de identidad” de los yemeníes. Con eso está dicho todo.

Con eso y con que, en un país de apenas veinte millones de habitantes, hay unos 70 millones de fusiles AK-47, el célebre Kalashnikov. Comprendan ustedes cómo se siente uno al llegar por primera vez a un país en el que hay más fusiles ametralladores que calcetines. Pero, pueden creerme, no son gente de carácter violento. Hombre, con tanta artillería en casa es fácil que, en las discusiones, rara vez se llegue a las manos: pasan directamente al tiroteo, lo cual, si bien se mira, no deja de ser una manera de ganar tiempo. Por eso sorprende la escasísima cantidad de incidentes violentos que se produce en el país.

Son gente de natural pacífico y sonriente que le echa a la vida, sobre todo, imaginación. Mejor dicho: imaginación y qat, una planta de propiedades alucinógenas que ha exterminado en pocos años el cultivo del café y que casi todo el mundo lleva en la boca, hecha una bola. Así se ríen como se ríen por todo e inventan las soluciones que inventan para los problemas más variados. Véase, por ejemplo, el caso de la vivienda. Yemen es un país de recursos limitados y que tiene un índice de natalidad extraordinariamente alto. Así que, cuando los niños crecen y se casan, ¿dónde se van a vivir? Muy fácil. Se junta toda la familia, suben al techo del edificio y levantan un piso más. Así durante generaciones. Si van ustedes a Sana’a, la capital, comprobarán que las calles de la enorme zona antigua están llenas de edificios cuya planta baja es del siglo XIV o XV, y la de arriba del todo (octava, novena, décima planta)… la están terminando de encalar. Pero eso se termina viniendo al suelo, dirán ustedes. Bueno, pues no es así. No tengo ni idea del motivo, pero las casas no se caen. Quizá porque están pensadas con una idea muy semejante a la de nuestro Gótico: hay más ventanas que pared, y todas las ventanas llevan sobre el dintel el típico luneto de medio punto, calado y decorado con unas celosías y unas vidrieras que quitan el hipo. Tan sólo en mi catedral de León he visto yo vitrales más hermosos.

Y eso de las casas “crecientes” se hace lo mismo con piedra (en la zona norte del país, con unas montañas lunares que asombran) que en la sureste, donde se usa el adobe. La ciudad de Shibam la Grande deja sin respiración dos veces a quien la visita. La primera, al ver el espectáculo de una ciudad de rascacielos (once pisos y más) hechos de adobe. La segunda vez que uno deja de respirar es cuando pasea por sus calles: no hay quien soporte el olor a mierda. Mierda muy variada, además: reciente, añeja, humana, ovina, caprina, con moscas, sin moscas…

En Yemen está el desierto más hermoso del mundo: el Ramlat as Sabatayn, el que atravesaron –dice el guía– los Reyes Magos de camino a Belén. Un desierto mágico que cambia de forma y de color cada diez minutos y cada cinco kilómetros. En ese desierto en el que vagan manadas de camellos salvajes comenzó el odio brutal, inextinguible, definitivo, que hoy siente El Kandingo hacia el Trío Los Panchos. Nuestro guía, el inolvidable Abdul, era yemení pero del Sur, de la zona que fue “romanizada” durante un buen número de años por los soviéticos. Los sureños son mucho más cultos y cosmopolitas que los del norte, que siguen viviendo y pensando como las cabras; y así, Abdul tuvo la oportunidad de estudiar lo que él quería, Prótesis Dental, en La Habana de Castro. Aprendió español, volvió a su tierra, se empleó como guía turístico y, cuando nos llevó a atravesar en jeep los casi 600 kilómetros del desierto de los Reyes Magos, obsequió a sus clientes españoles con la audición ininterrumpida de las cuatro cintas de casette que tenía de Los Panchos. Cuatro cintas y ni una más. Pasó cada cinta unas veinte veces. Cara A y cara B. Eso explica que, desde entonces, cada vez que El Kandingo escucha aquello de Si tú me dises ven / lo dejo todo, se le inyectan los ojos en sangre, prorrumpe en denuestos impublicables y suerte tiene el mundo de que sólo en el Yemen haya tanto kalashnikov.

En Yemen no son musulmanes. Son, como dirían Les Luthiers, muy sulmanes, sobre todo en el norte sin romanizar por los rusos. El Kandingo ya ha contado aquí cómo estuvo a punto de ser literalmente lapidado por una jarca de mocosos mugrientos, todos de nueve o diez años, que empezaron a tirarle piedras al grito de Ramadan! Ramadan! cuando le vieron fumando en la calle en pleno mes santo del Islam. Abdul me salvó la vida metiéndome de un empujón en la tienda de souvenirs donde estaban mis compañeros. Yo traté de explicarle que, al no ser musulmán, lo del Ramadán no me atañía.

–Tú no entiende, tú no compriende, amigo Kandingo –resoplaba Abdul, nerviosísimo–, ¡esto es Yemen!

Tienen el mismo presidente desde hace treinta años, Saleh se llama. Para qué lo van a cambiar si todo el mundo sabe que ese señor no sirve para nada, que sólo manda en la capital y unas pocas provincias más: el resto del país está en manos de jefes tribales que hacen lo que mejor les parece, que tienen sus propios ejércitos, policías y controles de carretera. Estos hacen la misma función que aquí los peajes de las autopistas: en casi todos hay que pagar. Claro que lo de allí no son exactamente autopistas…

El Kandingo visitó el impresionante valle del Wadi Dohan, al sureste. Si en Madrid el apellido más común es García, allí lo es Bin Laden. Es la patria chica de la inmensa familia. También tiene el Kandingo una foto allí: se la hicieron en una carretera en construcción perpetua (todo el Yemen está “en obras”: sería el paraíso de Gallardón) en la que hay una valla que anuncia, en árabe y en inglés, que la empresa concesionaria de la inexistente carretera es el “Bin Laden Group”. Y tan frescos se quedan.

Tienen, eso sí, un ministro de Turismo. He creído siempre que es el alto cargo más vago del mundo. El año en que yo fui, habían pasado por el país (estábamos a finales de noviembre) unas 15.000 personas. Y había sido un año magnífico. Ahora que un hijo de su madre, fanatizado por clérigos analfabetos que creen en dioses sin misericordia, ha hecho volar en pedazos a un grupo de turistas que visitaban los mismos lugares que visitamos nosotros, que iban en coches como los nuestros, protegidos por policías idénticos a los que nos escoltaban a nosotros, y que sin duda estaban tan maravillados como yo lo estaba –y lo estoy– por la inacabable belleza del país, es probable que ya nadie más viaje hasta allí. Me pregunto quién sale ganando con esa atrocidad. El pobre y escuálido niño que, junto al Templo de la Luna, en Marib, me vendió dos kilos de mandarinas por dos euros (y que me miraba convencido de que yo era idiota: ¡aquella fortuna por unas mandarinas!), seguro que no.

Ya nunca más repetiré a nadie mi constante recomendación para que visite el Yemen. Es inútil. Cuando en el camino hacia tanta belleza se interpone el fanatismo, el analfabetismo religioso (de cualquier religión), no hay nada que aconsejar ni nada que razonar. Toda idea, toda iniciativa humana muere ahí. Qué triste día aquel en el que el hombre inventó los dioses para tener poder sobre la ignorancia de sus semejantes y justificar, en nombre de esa invención, sus peores locuras.

No hay comentarios: